El «Réquiem» de Mozart, hoy y mañana en Málaga

El «Réquiem» de Mozart, hoy y mañana en Málaga

La soprano Beatriz Díaz pone voz al genio de Salzburgo en la célebre «misa de difuntos» que abre la tradicional Semana Santa de Málaga.

Al compás de la Orquesta Filarmónica de Málaga y a la batuta del director musical Manuel Hernández-Silva, la soprano Beatriz Díaz, la mezzosoprano Anna Alàs Jové, el tenor Pablo García López, el barítono Alfredo García y el Coro Cármina Nova abordarán  los días 27 y 28 de marzo el Réquiem K.626 de Wolfgang Amadeus Mozart en el Teatro Cervantes de la ciudad andaluza.

El misterio que envolvió el encargo de la obra, la obsesión del maestro en la persistente idea de estar escribiéndola para su propio funeral, la fatalidad de no poder acabarla al verse sorprendido efectivamente por la muerte, el rumor, hoy desmentido, de haber sido asesinado por el compositor italiano Antonio Salieri y la sobrecogedora solemnidad de la partitura mozartiana han venido forjando la leyenda de una «misa de difuntos» cuya fascinación late más vigorosa con el correr de los años y que Málaga, estandarte de cofradías y procesiones por sus calles, entroniza como farol y cruz de guía de la celebración musical de la Pasión.

La programación no puede ser más acertada y, por mucho que rebuscara en el almanaque, nadie encontraría una semana mejor para programar esta grandiosa pieza sacra si se está con Georg Solti, uno de los directores de orquesta más ilustres del siglo pasado, cuando afirma que «Mozart hace que creas en Dios, mucho más que yendo a la iglesia…».

ENTRE EL FERVOR Y LA MISERICORDIA

Como apunta el musicólogo Jordi Savall, «la interpretación debe hacernos revivir todo el caluroso fervor de la fe católica y la esperanza de la misericordia divina. Emotivo lamento fúnebre e instante de gracia, la obra es producto de un sorprendente equilibrio entre la fuerza declamatoria y rítmica del texto y su inserción melódica, entre el vuelo casi infinito de las líneas polifónicas y su anclaje a una fuerza armónica inexorable, entre los detalles de la articulación y los contrastes de la dinámica.

Se manifiesta sobre todo a través de esa percepción del movimiento que hace del tiempo el verdadero corazón de la música: soplo o pulsación, arrebato o plegaria, que nos permite acceder mediante la yuxtaposición en un mismo impulso de todas sus fuerzas a uno de los mayores mensajes del genio creador humano sobre el misterio de la muerte.

Todo esto explica quizá la extraordinaria fuerza expresiva de esta obra maestra: una suerte de testamento espiritual admirablemente expuesto acerca de la profunda turbación del ser humano ante el misterio de la muerte. Mejor que nadie, Mozart ha sabido expresar, a través de ese texto de la liturgia cristiana, todos los estados de ánimo que van desde el miedo al Juicio (Dies irae) hasta la esperanza en la clemencia de Dios (Kyrie), desde la angustia por el sufrimiento inútil (Recordare) hasta la certeza de un más allá lleno de luz (Luceat eis). Lamento fúnebre pero sobre todo plegaria extrema que implora la misericordia divina (“No te alejes en el momento de mi muerte”), deja abierta la esperanza de una vida nueva. Pocas veces una obra musical habrá estado marcada de un modo tan intenso por el genio, la expresión, la fe y el sufrimiento de un ser humano».

JUNTO AL RIGOR… LA FICCIÓN

Si bien es una obra que proviene claramente del período clásico, las circunstancias de su creación son netamente románticas, de manera que es permitido adornar un poco los hechos. Así lo relata el escritor y crítico musical mexicano Juan Arturo Brennan, añadiendo a la realidad histórica unos gramos de irónica fabulación:

Viena, en el verano de 1791. El interior mal iluminado de una casa, en una noche tensa y desapacible. Mozart, enfermo y febril, trabaja en su ópera La clemencia de Tito. Tocan a la puerta, y antes de que Mozart pueda levantarse, la puerta se abre y con una ráfaga de viento entra un extraño. Un hombre muy alto y delgado, tocado con un negro sombrero de tres picos y embozado en una capa gris avanza y se detiene fuera del círculo de luz que proyecta la vela. Suena su voz cavernosa, y Mozart queda inmóvil:

-Señor Mozart… una misa de «Réquiem». Para un alto personaje. Usted es el compositor idóneo para realizarla.

El extraño retrocede unos pasos y arroja sobre la mesa de Mozart una bolsa llena de monedas.

-Después habrá más. Volveré, señor Mozart, por la misa.

Sin decir más, el extraño da la vuelta y se marcha. Sudoroso y azorado, Mozart va a la ventana y alcanza a ver al embozado perderse en la noche vienesa. Esa misma noche, Mozart comienza a componer su «Réquiem». Desde entonces y hasta el día de su muerte, el compositor está convencido de que el extraño es un mensajero de la muerte, y de que el «Réquiem» que escribe es el suyo propio.

De vuelta a la realidad se puede decir que el extraño visitante nada tenía que ver con la muerte: era un emisario del conde Walsegg-Stupach, un noble que tenía la curiosa costumbre de encargar obras a compositores de renombre para después hacerlas pasar como suyas. Este conde jamás imaginó las alucinaciones que por su culpa padeció Mozart durante los últimos meses de su vida. El 4 de diciembre de 1791 se lleva a cabo el último ensayo del inconcluso «Réquiem», junto al lecho en el que Mozart yace enfermo. Mozart rompe a llorar durante el ensayo y dice: «Esto lo escribí para mí mismo». El ensayo llega hasta el «Lacrymosa», última parte de la obra escrita por el compositor. En la madrugada, Mozart muere.

El trabajo de terminar el «Réquiem» recayó en Franz Xaver Süssmayr (1766-1803), alumno de Mozart, confidente cercano del compositor y de su esposa Constanza y, según se dice, algo más. Si por entonces hubiera existido en Viena un periódico tabloide amarillista llamado Furcht! (que en alemán quiere decir Alarma!) quizá uno de los números de julio de 1791 habría llevado en su portada sendos grabados de Mozart, Constanza y Süssmayr, y algunos titulares escandalosos: «Mozart, cornudo. Esta es Constanza, la ingrata infiel. El hijo, de Süssmayr». En efecto, tal era la cercanía de Süssmayr con los Mozart que algunos biógrafos sostienen la tesis de que su relación con Constanza fue más cercana de lo que a Mozart le hubiera gustado, y de que el hijo nacido en julio era en realidad de él. ¿Habrá sido mera coincidencia el hecho de que Constanza eligió para ese hijo el mismo nombre de pila que llevaba Süssmayr? Sea como fuere, el caso es que Süssmayr, que nunca fue considerado como un compositor notable, se encargó de terminar el «Réquiem» de Mozart y, según dicen los especialistas, lo hizo muy decorosamente, apegado al espíritu y al estilo mozartiano, y dejando que en esas últimas secciones hablara la música de Mozart y no la suya propia. Y nuevamente, la fantasía…

Meses después, el embozado de la capa gris y el tricornio negro regresa a reclamar el «Réquiem». Encuentra muerto a Mozart en la madrugada del 5 de diciembre de 1791. De un soplo apaga la vela que ilumina la habitación. Se marcha, y en la escalera se cruza con Constanza y Süssmayr, que suben tomados de la mano. El embozado saluda con un gesto y desaparece.

AM Cultura, 26 de marzo de 2015