Puccini en díptico

Puccini en díptico

Merece la pena acudir al Campoamor a disfrutar de un Puccini muy infrecuente entre nosotros y descubrir otras joyas de su catálogo que no hay tantas oportunidades de ver en escena


Giacomo Puccini
concibe su Trittico como una trilogía de miniaturas líricas, de sutiles lazos con la Divina Comedia de Dante, en una suerte de tres atmósferas muy distintas, una de carácter naturalista –Il tabarro–, otra –Suor Angelica– que supone un estadio intermedio sobre el microcosmos de la vida conventual y un cierre cómico, casi delirante, con Gianni Schicchi. No hemos tenido suerte en Oviedo en poder ver este tríptico al completo desde su estreno en 1918 en Nueva York. Se ha programado por «fascículos», concretamente Gianni Schicchi en 1966 e Il tabarro en 1980. Quizá ahora sea el de la economía y el ahorro presupuestario el argumento para que nos quedemos con un díptico articulado sobre la oposición entre la tragedia y la comedia. ¡Menos da una piedra! Y Puccini, como París, bien vale una misa, aunque, en esta ocasión, nos quedemos sin monjas. De todas formas, hemos de hacer notar que, sin Suor Angelica, se deja un eslabón esencial de la trilogía, al servir como enlace que ayuda, y mucho, a entender musical y temáticamente los extremos. Algo se pierde de la secuencia de violencia, estatismo y comedia desenfrenada en un ritmo que, de tan peculiar, es que el que acaba configurando su unidad.

Hay en Il tabarro un intento de recreación de la miseria urbana que funciona con vigor más allá de algún estereotipo acartonado. Estamos ante un naturalismo descarnado que narra un crimen pasional en las riberas del Sena, un microcosmos de personajes en torno al río, que Puccini veía como protagónico y motor de la acción. La partitura es intensa, de gran densidad melódica, y muy exigente para los cantantes vocal y dramáticamente. Por su parte, en Gianni Schicchi nos encontramos ante uno de los últimos destellos de la «Commedia dell’Arte», en una trama florentina de enredos y miserias de otro tipo, basada en el eterno y tan vigente argumentario de las cuitas alrededor de la herencia de un familiar recién muerto: la hipocresía, el ansia de mantener la posición social, la picaresca y esa lucha soterrada entre los parientes por sacar toda la tajada posible de los bienes del difunto.

Se ha optado por replicar el reparto en los dos títulos de la velada. Estamos ante un elenco compacto, bien pensado y ponderado pero que, por las características vocales de ambos, no resulta convincente de la misma manera en ambas propuestas. Si hiciésemos una comparación, Gianni Schicchi sería la gran beneficiada, en lo que al resultado global se refiere, de la noche del estreno. La producción, procedente de la Ópera-Théâtre Eurométropole de Metz y firmada por Paul-Émile Fourny tiene varios hilos conductores, uno de ellos una acertada ambientación claustrofóbica que enfatiza la tragedia en la primera obra y la comedia delirante en la segunda, dándole un tinte macabro que funciona; de hecho, la comedia no sale del sótano de la casa y un agua como de alcantarilla rodea a la acción y, en cierta medida, la emparenta con la del Sena. Es una producción discreta que logra plenamente el objetivo de contar ambas historias con sobriedad y buen pulso dramático. Juega, además, Fourny también al juego del contraste, con una acción muy aquietada y estática en Il tabarro y una locura organizada en Gianni Schicchi con guiños al cine mudo pero que se escapa a veces hacia la humorada al estilo «Hostal Royal Manzanares» en el que la comicidad acaba siendo demasiado básica. Una sencilla escenografía y un vestuario correcto sirven con acierto al planteamiento dramatúrgico.

En Il tabarro los protagonistas están desde el inicio al borde de un abismo trágico que explota de manera virulenta en la conclusión. Exige un trabajo coral por parte de los intérpretes, pero también es esencial el matiz, la recreación de cada rol con suficiencia porque la vocalidad de Puccini es siempre de la mayor exigencia. José Antonio López se mostró como uno de los pilares que asentaron la velada porque fue quien mejor se adaptó al inmenso reto del doble personaje. Su Michele tuvo intención, buen desarrollo de su carácter iracundo, posesivo y febril. Vocalmente lo cantó con la amplitud y extensión apropiadas, con la fortaleza que requiere para impactar al espectador. No tuvo su noche, al menos en la primera de las obras, el tenor Azer Zada, voz prometedora que viene arrancando una carrera notable pero que, ni de lejos, brilló como Luigi. Su emisión se mostró velada, de color opaco y siempre insuficiente de volumen. Lo compensó con entrega, pero no fue suficiente. Buena prestación la de Beatriz Díaz como Giorgetta, aunque este papel es un rol de frontera para ella, sobre todo al tener que cambiar el perfil vocal en la segunda de las obras, lo cual supone un gran esfuerzo que supo solventar con buenos recursos técnicos. De todas formas, fue, una vez más, garantía de seguridad y demostró que no se arredra ante las mayores dificultades. Estupenda Ana Ibarra como La Frugola, bien acompañada por el impecable Miguel Ángel Zapater como Talpa. Buen Tinca el de Josep Fadó y adecuados Facundo Muñoz y Laura Brasó. Bien el coro en su breve intervención.

En Gianni Schicchi la velada cambió de rumbo contagiada quizá por la comicidad que impregna la partitura, un canto «quasi parlato», y un reparto que sí convenció plenamente. El barítono José Antonio López volvió a evidenciar su «mando en plaza» con un fantástico Schicchi, pletórico de expresividad. A su lado Beatriz Díaz fue una Lauretta ideal, sensacional desde todos los puntos de vista, pizpireta y ensoñadora –en especial en su delicado «Oh mio babbino caro»–. Aquí Azer Zada se mostró mucho más cómodo como Luigi, dejando ver un canto más natural y templado. Y la ristra de parientes destacaron, junto al notario, como si fuesen un personaje de conjunto, un coro mal avenido en las querencias mutuas y muy bien conjuntado en lo vocal, en una suerte de hidra de múltiples cabezas ávida de rapiña: Ana Ibarra, Josep Fadó, Laura Brasó, Miguel Ángel Zapater, Marina Pardo, Carlos Daza, Javier Povedano, Mikel Zabala, José Manuel Álvarez, Vicente Esteve Corbacho o Pablo Joel de Bruine, sin olvidar al niño Julián Avedillo como Gherardino.

Musicalmente ha de ponerse de manera plena en valor el trabajo realizado por el maestro José Miguel Pérez-Sierra. No es sencillo armonizar con la debida adecuación dos obras tan distintas musicalmente. En Il tabarro potenció el soberbio trazo sinfónico de la partitura, la fortaleza melódica efectista que tan bien sabía emplear el compositor italiano. Fue su trabajo, al frente de Oviedo Filarmonía, de fino estilista, rico en la gradación temática y, además, sin buscar, en ningún momento, un artificio basado en el exceso de confrontación que es el camino más cómodo pero que acaba por desnaturalizar la obra. Y en Schicchi fue todo vitalidad, ritmo y energía, en el cuidado al detalle de la expresión, mimando a los cantantes para que pudiesen destacar en cada nota, en cada frase.

Merece la pena acudir al Campoamor a disfrutar de un Puccini muy infrecuente entre nosotros. Pese a ser un autor muy popular en Oviedo, en lo que son sus óperas más conocidas, hay que aprovechar para descubrir otras de las joyas de su catálogo que no hay tantas oportunidades de ver en escena. Quedan unas cuantas funciones para ello a lo largo de la semana. Merece la pena.

La Nueva España, 9 de octubre de 2023 · Cosme Marina